A Óscar Sterenberg Pinedo. A su memoria.
Sin pasar por la puerta se puede conocer el mundo, sin mirar por la ventana se puede conocer el Tao del cielo. Cuanto más lejos llega uno, menos sabe. Por tanto, el sabio conoce sin salir, sabe sin mirar; no interviene en el curso de las cosas, pero todo se cumple. (XLVII)
-El libro del Tao
I.
Suele decirse que la historia que no se puede contar se deja en evidencia para que otros la descubran. Algo así me dijo un amigo en 1997 cuando supo que había encontrado una caja de cartas pertenecientes a mi papá, Pedro “Papún” Reina Díaz, en la antigua casa de mis abuelos. Entre muchas otras cosas, las cartas revelaban algo completamente desconocido para mi: que tenía una hermana siete meses menor, nacida en Nueva York el 29 de mayo de 1967, y que mis abuelos Ana Díaz Reyes y Pedro Reina Del Valle habían tratado en vano de adoptarla tras la muerte de Papún el 18 de junio de 1967—irónicamente su primer Día de los padres. Este enigma me llevó a publicar en enero de 2015 una crónica en mi blog y en el diario El Nuevo Día (gracias al interés de Benjamín Torres Gotay), con la intención de recabar cualquier apoyo para dar con el paradero de mi hermana. La decisión de publicar esta historia la tomé tras 18 años de búscarla sin éxito. Quien desee leer aquel escrito (que es la primera parte de esta historia), puede pulsar aquí.
Lo que sigue a continuación es la segunda parte de este relato donde haré el recuento de esa búsqueda y de ese reencuentro, logrado gracias a las múltiples oraciones de desconocidos (lo sagrado sí existe), las gestiones incansables de amigos entrañables y el apoyo incondicional de mi familia, valga la redundancia (porque los amigos son la familia que uno escoge). Todos contribuyeron a que lo imposible se materializara de un modo tangible y generoso para nosotros, consiguiendo con sus buenos oficios revertir que lo que estaba destinado a perderse, fuera rescatado literalmente de las puertas del olvido.
II.
Nunca imaginé la cantidad de personas que reaccionarían al artículo mandándome mensajes de aliento y de oración. Algunos eran mensajes sencillos de buenos deseos. Otros hablaban de fe, plegarias y voluntad divina—todos alineados con un desenlace favorable. Y no se equivocaron. Todos los agradecimos y no tardamos mucho en obtener el primer resultado. El escrito se publicó un domingo, día en el que muchas personas leen el periódico y una de esas personas resultó fundamental: la exesposa de un primo hermano de mi Mamá residente en Massachusetts—pero que estaba en Puerto Rico de vacaciones. Lo curioso es que ambos llevaban 35 años sin hablarse tras haber perdido el contacto con el pasar de los años y la distancia. La noble mujer leyó el artículo e identificó a mi mamá por su nombre inconfundible: Sigilda. Acto seguido jaló por el teléfono y llamó a su exesposo con un mensaje escueto:
—Gilberto, esta mujer es tu prima.
El hombre no tardó mucho en escribirme una nota gentil y ponerse a mi servicio, cosa que me produjo mucha alegría. Curiosamente yo había pasado una temporada de vacaciones en su casa en el verano de 1980 y lo recordaba perfectamente. ¿Su profesión?, investigador privado. Ocurrió así el primer regalo—y por vía de la familia de mi Madre, quien era apenas un personaje secundario en esta historia.
Gracias a las herramientas de un investigador profesional pudimos comenzar a escudriñar las fuentes disponibles pero el desafío era enorme. Con los nombres, fechas y lugares que teníamos intentamos correlacionarlo todo pero no conseguimos nada significativo. Además, la lista de posibles personas superaba la centena y ninguna cuadraba perfectamente. El asunto no pintaba bien. Yo procuraba encontrar algún dato específico como una dirección o un número de seguro social pero tal cosa no estaba a mi alcance. Fue en ese momento que dos mujeres dedicadas a la genealogía aportaron dos datos fundamentales mediante sus propias investigaciones. La primera, Marie Estelle Picouto, era una alumna de maestría en la UPR a quien yo conocía muy bien. Fue ella quien tomando el nombre de la abuela materna de mi hermana, Judith Vázquez Casellas, encontró a una familia en Patillas que correspondía con esa información, de acuerdo al Censo de 1930. Conforme a ese dato Judith había nacido en 1922 y tenía cuatro hermanas: Delia, Julia, Carmen y Milagros.

Su fecha de nacimiento era un dato concreto que permitiría fijar parámetros para su búsqueda. La segunda pista vino por vía de una mujer desconocida para mí, llamada Printzel Larregoity Padró, quien se interesó en la historia por cuenta propia y se lanzó con entusiasmo a tratar de resolverla. De su búsqueda en fuentes de dominio público surgió otro detalle clave: el certificado de matrimonio de Judith con John Frega, ocurrido en Santurce en 1943. En un principio no pensé que este documento fuera trascendental hasta que Gilberto reparó en algo que yo había pasado por alto: Judith aparecía con la inicial “I” como segundo nombre y ese detalle aumentaba las posibilidades de encontrarla. Y así fue. Con estos dos datos descubrimosque Judith Vázquez Casellas había fallecido en California para comienzos del 2014, y que una de sus parientes cercanos se llamaba Mary—aunque ahora llevaba otro apellido (Pelligrini). La edad de Mary correspondía con la estimada por nosotros para ser la madre de mi hermana, y además había obtenido su número de seguro social en Puerto Rico. Las coincidencias eran inequívocas: habíamos hallado a Mary Frega. Ahora restaba encontrar a Angie Ivette.

Fueron muchas las emociones que sentí. Había pasado tantos años imaginando cómo habría sido aquella parte de la historia, y albergaba muchas expectativas. Eran numerosas las preguntas y confiaba que algún día podría hacerlas a esta mujer, sin juicios y con un genuino deseo de comprender el porqué de aquel largo silencio. Empero, todo sería diferente.
III.
Vivir con un secreto tiene que ser de las cosas más incómodas del mundo, y pensar que uno se lo llevará a la tumba, peor aun. Pero pensar que uno morirá en la comodidad del silencio para entonces confirmar que el secreto ha sido descubierto, tiene que ser devastador, sobretodo si están de por medio las decisiones que uno se arrogó sobre la vida de una niña recién nacida. Esto pensé al constatar la reacción de Mary Frega a nuestro primer contacto.
Gilberto hizo el intento de establecer comunicación con Mary por correo y por teléfono, sin dar mayores detalles del motivo. Pasaban las semanas y no obteníamos respuesta. Basado en su experiencia, debíamos proceder con cautela pues casos de esta naturaleza requerían paciencia y tenacidad. Eran muchos los años de aquel ocultamiento. En vista de que no había progreso, recurrí a la herramienta más útil y poderosa para esclarecer vidas: Facebook. Utilizando algunos detalles a nuestra disposición, mi esposa y yo identificamos a una persona de interés que podía estar cerca de Mary. Tras una comunicación inicial nos confirmó con supremo candor el parentesco con ella, y nos dio el nombre con que aquella aparecía en Facebook. Yo le escribí una nota amable identificándome y dándole las razones para mi búsqueda. La respuesta fue reveladora en sus tres palabras:
“¿Cómo me encontró?”
Procedí a explicarle que llevaba 18 años en esta búsqueda y —concediéndole nuevamente el beneficio de la duda—relaté que para dar con su paradero conté con la asistencia desinteresada de muchas personas. Además, le pasé el enlace al artículo que había publicado, y le pregunté sobre el paradero de mi hermana. Nada de esto pareció agradarle pues las comunicaciones subsiguientes destilaban mucho desprecio y coraje. “Angie Ivette fue adoptada y no tiene idea de su pasado. Mi marido y mis hijas desconocen esa parte de mi vida. Si usted continúa con la búsqueda, nos destruirá la vida a todos. Convénzase de una vez: usted no tiene ninguna hermana.”
Acaso fue el tono o simplemente el desprecio con que esta señora trataba el tema pero yo tuve una reacción visceral. No podía creer que Angie Ivette hubiese sido dada en adopción cuando mis abuelos Pedro y Ana habían escrito una carta a Mary y Judith notificando de la muerte de mi padre y pidiendo adoptar la niña para darle su apellido. Además, informaban que si no querían a la niña ellos se quedarían gustosamente con ella. En mi respuesta cruda de rabia transcribí la carta de mis Abuelos y le increpé duramente por haber ignorado su disposición a hacerse cargo de Angie Ivette. El coraje que me produjo aquella contestación me sacudió con fuerza. No obtuve respuesta salvo el hecho de que me bloqueara en Facebook para no recibir más mensajes míos. Aquellas palabras revelaban tácitamente que se actuó con intención y alevosía para ocultar el paradero de su recién nacida, pues aquella adopción no hubiera sido posible sin falsificar las señas de identidad de la niña. Me consta que mi abuelo Pedro intentó localizar a la niña por diversos medios pero no lo consiguió—pese a ser un funcionario del gobierno con buenos contactos—lo que sugería que la niña habría sido alejada de Puerto Rico. Ambas cosas resultaron ciertas, pero yo todavía no lo sabía. En medio de mi coraje fue Gilberto como buen investigador quien despejó el camino.
—Tu Abuelo fue un hombre noble y esta gente violó la ley. Ya sabemos que tu hermana vive pero no sabe quién es. Esto me indigna. Dejemos a esta señora por el momento y pongamos todo el empeño para localizar a tu hermana.
Y así fue.
IV.
Podremos quejarnos de la redes sociales pero la verdad es que constituyen una plataforma muy poderosa. Ya lo dijo Mark Zuckerberg, Facebook haría del mundo uno más abierto y conectado—como nosotros justamente pudimos confirmar. Nuestro primer objetivo fue ver si podíamos dar con alguna agencia que hubiese tramitado la adopción pero, dada la secretividad de estos procesos, pronto supimos que sin mayor información, esta vía sería imposible de transitar. De manera que Gilberto resolvió concentrarse en las redes sociales. Fue así que dio con una mujer en Facebook de nombre Angie I. Riquelme, nacida en Nueva York, residente en Orlando y cuya edad aparentaba ser la correcta. No sabíamos más nada, y no queríamos provocar una estampida con nuestras preguntas, así que Gilberto recomendó actuar con paciencia y pidió ser él quien manejara la comunicación. Mientras, intentamos dar con mayor información de esta mujer que reunía las señas para ser la hija perdida de Papún. Fue asi como mi esposa Elsa, se valió de una página para localizar gente en el internet, que relacionaba a esta Angie Riquelme con varias personas entre las que se hallaba una mujer llamada Julia Vázquez. El dato era muy relevante, pues ese era el nombre de una de las hermanas de Judith, de acuerdo al Censo de 1930 encontrado por Marie Estelle. Era una confirmación más de que el círculo se estaba cerrando. Empero, Angie no respondía a los mensajes ni a las llamadas de Gilberto, por lo que la espera se hacía cada vez más insoportable. Finalmente, Gilberto me llamó para decirme que se disponía viajar a la Florida para visitar a su familia y que tenía intención de visitar a Angie en su residencia. Solo restaba cruzar los dedos.
La historia según me la contaron parece tomada de una serie policiaca. Un hombre maduro y con espejuelos aguarda sentado en un carro blanco, estacionado frente a una casa. Una mujer se acerca caminando y, al percatarse del carro sospechoso, acelera el paso y entra con prisa a la residencia—no sin antes recoger una tarjeta de presentación que le habían dejado enganchada en la cerradura. La mujer reconoció el nombre en la tarjeta por los mensajes y las llamadas. Acto seguido, suena el timbre de la puerta. El hombre pasa y le indica que pierda cuidado pues no la procura por ningún asunto criminal o de cobro de dinero. Más bien lo que lo trae hasta allí es una investigación familiar de la que ella podría ser parte. Acto seguido, comienza preguntándole si conoce a alguien llamado Mary Frega, a lo que la mujer respondió:
—Claro. Es mi prima Cuqui, a quien no veo hace siglos. ¿Es ella mi Mamá?— Estupefacto por la pregunta disparada a querropa, el hombre le confirma que tiene esa sospecha y agrega:
—Y usted tiene un hermano que la busca hace 18 años.
V.
Angie Ivette Riquelme sabía que su vida encerraba muchas incongruencias que ella por sus medios no había podido despejar. Fue la visita de Gilberto el primer paso para resolver sus inquietudes—que eran muchas—pero ello implicó descorrer el velo que encubría todas las acciones de terceros para trastocar su vida.
Para comenzar nació en Nueva York. La primera decisión de sus parientes cercanos fue falsificar el certificado de nacimiento, designando a un tal Fernando Riquelme como su padre (quien falleció cinco años más tarde), y a Angie Frega como su madre. Nótese que el nombre de pila de la madre era incorrecto (debió ser Mary). La segunda decisión fue encubrir la identidad de la verdadera madre, y dársela en adopción extrajudicial a una hermana de la abuela materna, llamada Julia y apodada Angie para que la criara (era ella la que estaba casada con Fernando Riquelme). Es imposible saber si el médico que certificó el nacimiento en el hospital participó de la conspiración, pero tampoco se descarta que haya consentido.

Tras la muerte de Fernando Riquelme, Angie Ivette y su madre adoptiva regresaron a Puerto Rico y vivieron con diversos familiares. Ella no recuerda el lugar preciso—solo que vivieron en la isla por un periodo. Luego marcharon a Nueva York donde su madre se casó en segundas nupcias. Permanecieron en la ciudad por varios años después de lo cual se mudaron a Orlando, donde ha transcurrido el resto de su vida. Angie Ivette tenía 25 años cuando su madre adoptiva falleció, momento en el que ocurrió algo inesperado. Las hermanas de la difunta se personaron por iniciativa propia para “ayudar a limpiar la casa” y disponer de las pertenencias de la finada. Ahora sabemos que su intención era otra: eliminar cualquier rastro que pudiera dar cuenta de aquel fraude. No obstante, y pese a la mala voluntad de las implicadas, las cosas terminaron sabiéndose.
Julia Vázquez tenía 42 años cuando nació Angie Ivette pero el certificado señalaba que al momento del nacimiento de la niña tenía 22. Todos estos detalles salieron a relucir cuando Angie Ivette ya adulta procuró su certificado de nacimiento por primera vez con la intención de obtener un pasaporte, y advirtió el detalle de la edad de la supuesta progenitora. Confrontada con el dato, la madre adoptiva negó fervientemente que se tratara de un truco. Trataba así de aplacar cualquier duda sobre su maternidad, aunque tampoco pudiera explicar el error del nombre y el apellido en el documento (recordemos que su apodo era Angie pero su apellido era Vázquez—no Frega). La mujer se fue a la tumba a los 67 años jurando que era ella la madre verdadera, aunque eso fuera una soberana mentira.
Tras aquella visita afortunada de Gilberto, Angie y yo conversamos telefónicamente por primera vez en marzo de 2015. Si algo caracterizó aquella plática inicial fue el agradecimiento con que ella escuchaba todo lo que yo le decía. No había rencor, solo curiosidad. Traté de comunicarle como mejor pude el modo en que unimos las piezas del rompecabezas hasta descubrirla. Traté también de explicarle quién era nuestro padre y cómo eran nuestros Abuelos. Lo mismo hice al describirle resto de la familia. Todo ello suponía una reivindicación para Angie, que sospechaba que su pasado no era tal como se lo habían relatado. También le conté lo que sabía de su verdadera madre, y le describí su reacción cuando supo que la localizamos.
Para Angie no fue fácil saber que, pese a que disponía de toda la información requerida para contactarla, su madre nunca lo hubiera intentado siquiera. Sin embargo, albergaba ahora la esperanza de que, eliminado el misterio, aquella mujer quisiera al menos sentarse con ella y conversar sobre el pasado y las decisiones, sin reproches: “Solo quiero tenerla de frente y hacerle preguntas. Tengo derecho a las respuestas. No hice nada malo y no merezco su indiferencia. Pese a que albergo muchos sentimientos encontrados, deseo conectar con ella cara a cara para conocerla, y a los demás familiares que tampoco me conocen,” concluyó. Se trata de dos medias hermanas producto del matrimonio posterior de su madre. Enfrentada con los hechos y revelado el engaño, Mary se niega todavía a enfrentar la realidad y a conversar en persona con su hija.
VI.
El primer junte entre nosotros se concretizó en mayo de 2015 gracias a la generosidad de una amiga, Milagros Pereyra, que al escuchar el cuento entero en medio de un almuerzo resolvió de la emoción regalarle el pasaje a Angie. Milagros sacó su teléfono inteligente y compró el pasaje con millas de viajero frecuente en aquel mismo momento. No hubo mucho tiempo para planes. Angie vendría a Puerto Rico en tres días y sólo por un fin de semana.

Su vuelo llegaba casi a la medianoche y el encuentro lo documentó un fotoperiodista amigo, Aníbal Martel, a quien acredito las fotos de ese día. Nos sentamos en la sala del apartamento y conversamos sobre mil cosas.Al otro día, hicimos la peregrinación obligatoria: viejo San Juan, la calle Fernández Campos en Santurce (donde comenzó todo) y el cementerio Puerto Rico Memorial donde descansan los restos de nuestro padre, tíos y abuelos. Ella solo tenía recuerdos infantiles de Puerto Rico y no había regresado a la isla desde aquel momento de su infancia. En la noche, invité a un grupo de amigos míos muy queridos que conocieron a nuestros abuelos, y también a Manolín Rosario, compadre y amigo íntimo de nuestro padre, para que fueran ellos quienes le hablaran a Angie de la familia.

Mi mamá y Angie tuvieron un encuentro privado, a solicitud de la primera. Fue un desayuno en el restaurante Pelayo en la que conversaron animadamente y Mami se esforzó por transmitirle un cuadro generoso de Papún. No hubo espacio para rencores o resentimientos. Mi Madre nos regalaba un testimonio generoso de nuestro padre. Explicó aspectos de su historia familiar, de su personalidad y abundó sobre las crisis de salud que aquel padeció hasta su muerte. Más tarde Angie Ivette abordó un avión y regresó a Orlando.

VII
Las lecciones de este relato son muchas y las tareas pendientes también. Angie y yo tenemos deseos de cultivar un vínculo personal pese a que ambos hemos rebasado ya el meridiano de nuestras respectivas vidas. Ella además advino en conocimiento de que tenía una madre biológica que estaba viva (y dos media hermanas) y que había hecho un proyecto familiar—pero sin ella. No obstante, del mismo modo que conmigo, Angie se enfrenta a ese dilema con el corazón abierto y con esperanza—aunque todavía aguarda porque aquella puerta algún día se abra. Ese es su más ardiente deseo.
Yo, tengo la satisfacción de haber logrado con un enorme atraso lo que mis Abuelos, que tanto adoré, no consiguieron hacer. Este fue mi homenaje a su amor ejemplar.

Por momentos siento mucha rabia de que el egoísmo y el rencor hayan conseguido complicar la vida de mi hermana en modos que ella no merecía, violando intencionalmente la ley con tal de encubrir su verdadera identidad. Delitos que merecían un duro castigo. En su lugar tengo también la inmensa satisfacción de haber impedido que este secreto—como bien se pretendía—terminara guardado en algún sepulcro. Así pudo Angie saber que sus sospechas eran correctas y que tuvo unos abuelos que la buscaron incansablemente hasta el día de sus muertes. Resta por ver si su madre, viva y con salud, recapacita y da cara algún día. Sé que Angie lo añora, y yo por solidaridad, lo respeto.
Acaso la mayor alegría fue constatar la generosidad de la gente que me rodea—conocida y desconocida también. Todavía me preguntan por la conclusión de la trama. A ellos y ellas van dirigida esta historia. Mi esposa Elsa fue un roble macizo con su apoyo incorruptible, al igual que Mami y mis hijos: Ana, Mónica, Pablo y Laura. Tenemos salud, la vida sigue y al menos hoy no ganaron los malos.
